Se ha apagado la vida de una las musas, inspiradoras de una de las novelas más divertidas y geniales de la literatura universal. Julia Urquidi, ex esposa de Don Mario Vargas Llosa, fue la mismísima tia Julia, protagonista de la sorprendente obra "La tia Julia y el escribidor". Esta es una novela sumamente autobiogáfica, porque Doña Julia Urquidi nació en Cochabamba, Bolivia, fue tia politica del escritor, y se casaron cuando el mismo contaba con unos tiernos y escasos 19 años, lo que generó todo un escándalo en su familia. Pero el fuerte de la novela no está en la descripción de los amoríos, si no en la desconcertante reacción psicótica de Pedro Camacho, el escribidor, que acaba por entremezclar sus radioteatros. En este extracto podemos ser testigos de la excelsa vena creadora de Don Mario:
Pero he aquí que a las cuatro y trece minutos, a los cincuenta mil espectadores les fue dado conocer lo insólito. Del fondo más promiscuo de la Tribuna Sur, de pronto -negro, flaco, altísimo, dientón-, emergió un hombre que escaló livianamente el enrejado e irrumpió en la cancha dando gritos incomprensibles. No sorprendió tanto a la gente verlo casi desnudo -llevaba apenas un taparrabos colgado de la cintura- como que, de pies a cabeza, tuviera el cuerpo lleno de incisiones. Un ronquido de pánico estremeció las Tribunas; todos comprendieron que el tatuado se proponía victimar al árbitro. No había duda: el gigante aullador corría directamente hacia el ídolo de la afición (¿Gumercindo Hinostroza Delfín?), quien, absorto en su arte, no lo había visto y seguía modelando el partido.
¿Quién era el inminente agresor? ¿Tal vez el polizonte aquel, llegado misteriosamente al Callao, y sorprendido por la ronda nocturna? ¿Era el mismo infeliz al que las autoridades habían eutanásicamente decidido ejecutar y al que el sargento (¿Concha?) perdonó la vida en una noche oscura? Ni el capitán Lituma ni el sargento Concha tuvieron tiempo de averiguarlo. Comprendiendo que, si no procedían en el acto, una gloria nacional podía sufrir un atentado, el capitán -superior y subordinado tenían un método para entenderse con movimientos de pestañas- ordenó al sargento que actuara. Jaime Concha, entonces, sin ponerse de pie, sacó su pistola y disparó sus doce tiros, que fueron todos a incrustarse (cincuenta metros más allá) en distintas partes del calato. De este modo, el sargento venía a cumplir, más vale tarde que nunca dice el refrán, la orden recibida, porque, en efecto, ¡se trataba del polizonte del Callao!
Bastó que viera acribillado a balazos al potencial verdugo de su ídolo, al que un instante atrás odiaba, para que inmediatamente -veleidades de frívola sentimental, coqueterías de hembra mudable- la muchedumbre se solidarizara con él, lo convirtiera en víctima, y se enemistara con la Guardia Civil. Una silbatina que ensordeció a los pájaros del cielo se elevó por los aires en la que las Tribunas de sombra y de sol entonaban su cólera por el espectáculo del negro que, allá, sobre la tierra, se iba quedando sin sangre por doce agujeros. Los balazos habían desconcertado a los peones, pero el Gran Hinostroza (¿Téllez Unzátegui?), fiel a sí mismo, no había permitido que se interrumpiera la fiesta, y seguía luciéndose, alrededor del cadáver del espontáneo, sordo ante la silbatina, a la que ahora se añadían interjecciones, alaridos, insultos. Ya comenzaban a caer -multicolores, volanderos- los emisarios del que pronto sería diluvio de cojines contra el destacamento policial del capitán Lituma. Éste olfateó el huracán y decidió actuar rápido. Ordenó que los guardias prepararan las granadas lacrimógenas. Quería evitar una sangría a toda costa. Y unos momentos después, cuando ya las barreras habían sido traspasadas en muchos puntos del redondel, y, aquí y allá, taurófilos enardecidos se precipitaban hacia el coso con belicosidad, ordenó a sus hombres que rociaran el perímetro con unas cuantas granadas. Las lágrimas y los estornudos, pensaba, calmarían a los iracundos y la paz reinaría de nuevo en la Plaza de Acho apenas el viento disipara los efluvios químicos. Dispuso asimismo que un grupo de cuatro guardias rodeara al sargento Jaime Concha, quien se había convertido en el objetivo de los exaltados: visiblemente, estaban decididos a lincharlo, aunque para ello tuvieran que enfrentarse al toro.
Esta escena siempre ha dado vuelta en mi mente por sus ilimitadas potencialidades cinematográficas. Se imaginan, el árbitro en medio del campo, la cámara va girando alrededor de él, haciendo un acercamiento (un dolly con trayecto en espiral podría ser una solución) y en la siguiente vuelta, el árbitro es ahora un bravo matador, con su traje de luces, en medio de la plaza de Acho. Debo acotar también que esta obra ya ha sido llevada a la pantalla grande con el nombre de Tune In Tomorrow (1990), bajo la dirección de John Amiel, y con las interpretaciones de Peter Falk, Barbara Hershey y Keanu Reeves, como Varguitas (Martin Loader en la película), aunque creo que poco favor se le hizo a Don Mario colocando a Reeves en sus carnes.
Descansa en paz Julia Urquidi, siempre te estaremos gratos por haber sido la musa tras el élan creador de esta gran obra de arte.
4 comentarios:
Que la tierra le sea leve.
Y todas las honras en nuestras memorias, por siempre.
A la Tía Julia jamás la olvidaremos...
De hecho, la Tía Julia es una SEÑORA MUSA, en toda la extensión de la palabra, y por las fotos que he visto, era una hermosura de mujer. ¿Cómo olvidarla?
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